Hoy vamos a hablar de un rey de la Casa de Austria…Felipe III
Dicen que salió a su padre en lo piadoso, cristiano sincero y gran rezador, pero el parecido se detuvo ahí porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.
Su padre, Felipe II, con la previsión y la intranquilidad de los destinos de España, ya había dicho: «Dios, que me ha dado tantos reinos, me ha negado un hijo capaz de gobernarlos».
Ya a la edad de seis años, todos los días rezaba nueve veces el rosario de la Virgen, en recuerdo de los nueve meses que el Divino redentor del mundo pasó en las entrañas virginales.
Era un apasionado de la música, de los naipes, de las armas, los caballos y la caza, y un excelente bailarín.
Lo malo de este rey «brillante y holgazán», era que sólo se dio cuenta de lo mal que había gobernado a punto de morir, demasiado tarde para corregir el daño causado.
Felipe III murió prematuramente, a los cuarenta y tres años de edad, por culpa de uno de los muchos usos absurdos que imponía el rígido protocolo de la corte Austria.
Era marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y siberiano, y habían colocado un potente brasero tan cerca del rey que éste comenzó a sudar copiosamente en su sillita de oro.
Un miembro de la corte dijo que quizás sería bueno apartar un poco al rey del brasero porque se estaba «socarrando», pero por cuestiones de protocolo, ese cometido correspondía únicamente al Duque de Uceda, el cual no estaba en el Palacio.
Cuando el Duque llegó el rey estaba empapado en sudor y aquella misma noche se le presentó una erisipela que lo llevó al sepulcro.