Pues aprovechando la ola vamos a por la cuarta y última publicación sobre el rey Carlos II de España.
A los treinta y cinco años —si no antes— comenzaron sus accesos palúdicos, que ya fueron tratados con quina, pero que, al añadirse a la congénita decrepitud, fueron agotando sus fuerzas y su vida hasta el punto de que a los treinta y seis años ya era un valetudinario, flaco, descolorido y sumido en una melancolía permanente.
Durante su última enfermedad, reunido todo el protomedicato local, se acordó colocarle pichones recién muertos sobre la cabeza y entrañas calientes de cordero sobre el abdomen.
En vista de que los médicos no acertaban a curar al rey no se vaciló en atribuir todos los males a los hechizos y desde aquel momento se inicia una serie de actos patéticos que serían risibles si no fuesen lastimosamente ciertos.
El Palacio Real se llena de frailes, exorcistas y curanderos; por medio de una monja endemoniada se consigue que Belcebú hable claro al mismísimo inquisidor general del Santo Oficio:
—El rey está hechizado desde los catorce años —declara el diablo—, y por esta causa es incapaz de engendrar descendencia.
— ¿En qué forma se administró el hechizo a su majestad? —pregunta el sacerdote.
—Diluido en una jícara de chocolate…
Carlos II murió a las tres de la tarde del día 1 de noviembre de 1700, «después de cuarenta y dos días de flujo de vientre, agravados los cuatro últimos por una apoplejía».
El día 3 se le efectuó la autopsia, y según el testimonio de Ariberti: «No tenía el cadáver ni una gota de sangre; el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta; los pulmones, corroídos; los intestinos, putrefactos y gangrenados; un sólo testículo, negro como el carbón, y la cabeza llena de agua». Sus últimas palabras, en respuesta a una pregunta de la reina, fueron: «Me duele todo»…