Ramón Silvestre Verea

Inventor, periodista y escritor español, Ramón Silvestre Verea nació el 11 de diciembre de 1833 en San Miguel de Curantes (A Estrada), en una familia de labriegos acomodados.

Recibió los rudimentos educativos de un tío suyo clérigo, mostrando una inteligencia muy despierta y una especial capacitación hacia la mecánica.

En 1846, ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Santiago de Compostela.

Entre 1848 y 1854, estudió la carrera eclesiástica en el Seminario Conciliar de Santiago, del que fue expulsado a causa de su rebeldía intelectual contraria a la fe católica, a pesar de encontrarse becado y tener un magnífico expediente académico.

En 1855, Verea emigró a Cuba. Trabajó como maestro de escuela en Sagua la Grande y en Colón, ciudad donde también aprendió el oficio de periodista (cajista, corrector y redactor) en el diario El Progreso (hacia 1860), que llegó a dirigir (1862).

En 1863, inventó una máquina de plegar periódicos.  Dos años más tarde, con el inglés aprendido en Cuba, Verea se instalaba en Nueva York tras una breve estancia en Puerto Rico (también colonia española). En la metrópoli norteamericana, se empleó como profesor de español, traductor y viajante de maquinaria e intentó patentar su plegadora, pero por falta de financiación terminó vendiendo la idea a un especulador neoyorquino.

En 1874, trabajó de cambista entre La Habana y Nueva York y fue entonces cuando se planteó la necesidad de un aparato capaz de calcular las equivalencias entre oro y dinero y entre divisas.  

En 1875, asentado ya en Nueva York,  fundó una agencia industrial para la compra de máquinas e inventos.

En 1877, se convirtió en director del periódico El Cronista, el primero editado en castellano en los EE.UU (1842).

En 1878, Verea obtuvo una patente norteamericana (nº 207918) por una máquina de calcular. Se trataba de un aparato mecánico hecho en hierro y acero, de 26 kilos de peso y 35,5 centímetros de largo por 30,5 de ancho y 20,3 de alto, capaz de sumar, restar, multiplicar y dividir cifras de nueve dígitos. Estaba formada por un cilindro metálico de diez lados, cada uno de los cuales tenía una columna de agujeros con otros diez diámetros diferentes.

Lo novedoso del invento consistía en el método directo de multiplicación, pues hasta entonces esta operación matemática se realizaba haciendo sumas repetidas.

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Su funcionamiento se asemejaba al sistema Braille de los ciegos. Con un solo movimiento de manija, se conseguían realizar sumas, restas, multiplicaciones y divisiones.

Antes de la llegada de Verea, la capacidad de las máquinas de cálculo se limitaba a las sumas, por lo que, para lograr hacer una multiplicación, se precisaba de varias maniobras. 

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El escritor Manuel Lozano Leyva describió el rudimentario funcionamiento de dichas calculadoras en su libro “El gran Mónico”:

“Si se quería multiplicar 32 por 56, se disponían los cilindros de la máquina en el 32, se le daba seis veces a la manija; después se daba a la manija para atrás (o a otra para adelante), añadiéndole así un cero al 32, y luego cinco veces para delante para sumar cinco veces 320”.

La hazaña no tuvo el eco que merecía por decisión del propio inventor, que desoyó las ofertas de compra que le llegaron desde EE.UU. por su creación.

Verea sólo llegó a construir tres ejemplares y nunca pensó en una explotación a gran escala. Según declaró, diseñó la máquina para demostrar que los españoles podían ser tan buenos inventores como los de otras naciones más avanzadas tecnológicamente. Con todo, la calculadora sí fue reconocida por la comunidad científica.

Su rapidez a la hora de realizar los cálculos –menos de 20 segundos– y su innovador sistema de cilindros le sirvieron para aparecer en la revista Scientific American y para ganar una medalla en la Exposición Mundial de Inventos de Cuba en 1878.

En 1895, a consecuencia de sus críticas a la política de los EE.UU. en Lationamérica, Verea tuvo que abandonar Nueva York y se trasladó a Guatemala, donde fue recibido con todos los honores.

En 1897, se instaló en Buenos Aires, donde fundó y dirigió otra revista también llamada El Progreso (1898).

Un año después, en 1899, debido a una afección pulmonar, Ramón Vera fallecía en la capital argentina a la edad de 65 años, solo y empobrecido.

En 1930, su máquina de calcular pasó a formar parte del museo de International Business Machines (IBM) en White Plains (Nueva York).

Otro ejemplo de gran inventor…con falta de reconocimiento.

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